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ISSN 1989-4163

NUMERO 104 - VERANO 2019

 

Una Vieja Historia: Nueva Versión

Juan Luis Calbarro

Autor: Jonathan Littell. Galaxia Gutenberg. 2018. 304 páginas.

Una vieja historia es la primera novela publicada por Jonathan Littell tras la controvertida Las benévolas, con la que el escritor nacido en Nueva York, de ascendencia judía, afincado en Barcelona y criado en Francia -escribe en francés y recientemente adoptó también esa nacionalidad- obtuvo el prestigioso Premio Goncourt, además de un notable éxito en ventas no exento de polémica por quienes vieron en ella una exaltación de la perversión a través de la figura de un nazi irredento. Al igual que aquella, su nueva obra destila violencia pero también sexo en abundancia protagonizado por seres de distinto género: hombres, mujeres y hermafroditas guiados por la necesidad de satisfacer sus instintos más primarios, para quienes no parece haber límites establecidos.

De corte más experimental que su ópera prima, el grueso de la cual transcurría en plena Segunda Guerra Mundial, los protagonistas de Una vieja historia se desenvuelven preferentemente en espacios cerrados en una narración concebida en forma de bucle, al modo de actos espaciados por breves carreras a lo largo de un oscuro pasillo en ligera curva, lo que sugiere una trayectoria en forma de circunferencia, en cuyas paredes asoman los pomos que dan acceso a los distintos escenarios en los que transcurre la acción. Los siete capítulos que conforman la novela se nos ofrecen a su vez separados por el acto de nadar en una piscina. Escenarios asépticos y actividades repetitivas, saludables, que contrastan con aquellas que se desarrollan al otro lado de las puertas.

Los personajes son mayoritariamente seres que se hallan en la plenitud de la vida, exceptuando el  breve protagonismo de un niño, a menudo inmersos en actos morbosos, sádicos o de dominación con otros seres, en relaciones desprovistas de emociones, de empatía, de moralidad. Como en una montaña rusa, el autor nos conduce de la excitación al rechazo y a la repulsión en paisajes físicos y humanos fríos, “hopperianos”, inquietantes, en el mejor de los casos, a menudo en penumbra, cuando no amenazantes, siniestros, o de pesadilla, punteados por ciertos elementos recurrentes que sirven como referencia: comidas, cubrecamas, ropas, un coche, el defectuoso sistema eléctrico del lugar en el que se desarrolla la acción y que perjudica la vida doméstica de unos supuestos vecinos.

Así, al otro lado de la puerta que el protagonista abre lo mismo se accede a una localidad en guerra que a una orgía, a la relación con un mafioso o a una cita sexual en la habitación de un hotel. Cada cruce del umbral no sólo conlleva un cambio de escenario sino que el narrador se desdobla en otro personaje. Todo ello entre zambullidas en una piscina y carreras que al tiempo que sirven de respiro al difuminar la violencia que se desata en los escenarios contribuyen a reforzar la sensación de claustrofobia.
 
La sucesión de fragmentos breves que conforman los capítulos de Una vieja historia, los cuales rara vez ocupan más de cinco páginas, nunca encajan con las escenas. Éstas concluyen y se reanudan con una carrera la cual siempre coincide en medio de un fragmento, lo que dificulta la tarea de acotarlas y anima el acto de proseguir la lectura pese a que la estructura de la narración resulta rígida y repetitiva. La prosa de Littell: descriptiva -apenas contiene diálogos, los personajes actúan más que hablan y nunca se cuestionan sus motivaciones-, precisa y muy rica en léxico, constituye todo un reto para el traductor, Robert-Juan Cantavella. Se aprecia algún que otro error de edición.

Por el modo en que está concebida y narrada -en una primera persona que transmite la impresión de que, pese a su variedad, todos los protagonistas vienen a ser el mismo-, por su vocación enigmática y hermetismo, Una vieja historia invita a una segunda lectura en busca de claves que iluminen las intenciones del autor, más allá del despliegue de relaciones humanas utilitarias, caprichosas, entre seres extraños, da igual que los unan relaciones de sangre o que habiten en la misma casa, capaces de interaccionar sólo a través del sexo y de la violencia. Seres que, desprovistos del componente emocional, quedan reducidos al absurdo de una humanidad deshumanizada. Aun así, la gama de escenas es lo bastante amplia como para poder establecer pautas categóricas.

La pulsión de Littell por lo escabroso, desde lo chocante y lo surreal a lo repulsivo, por los escenarios devastados, no siempre formalmente pero sí en el plano interno, remite a la de un Curzio Malaparte desprovisto de su verborrea y aspavientos bufonescos, más abstracto. Con la paradoja de que el absurdo que resulta del dominio del ser humano por su componente más egocéntrico y utilitarista, unido al contrapunto de la incapacidad e impotencia de quien aspira a lo contrario -véase al respecto el fragmento del fotógrafo amateur en una ciudad en guerra, posiblemente el más personal de la novela-, nos es mostrado en el caso de Littell con laconismo y de un modo cerebral, como si así justificara la “nueva versión” de esa vieja historia que nos ofrece y a la que apunta el subtítulo del libro.

 

 

 


 

 

Una vieja historia 

 

 

 
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